lunes, 24 de junio de 2013

TODO LO QUE ERA SÓLIDO

Book-trailer
* "Qué lejos se nos queda ya el pasado de hace unos años. En algún momento cruzamos sin advertirlo la frontera hacia este tiempo de ahora y cuando nos dimos cuenta y quisimos mirar atrás para comprobar en qué punto habia sucedido el tránsito nos pareció asombroso habernos alejado tanto. Era cuando vivíamos en un país próspero y en un mundo estable imaginábamos que el futuro se parecería al presente y las cosas seguirían mejorando de manera gradual. Algunos expertos vaticinaban tranquilizadoramente una 'gradual desaceleración de la economía', un 'aterrizaje suave'. Un economista muy célebre y muy respetado escribió en enero de 2007 que en todo caso si la burbuja inmobiliaria, si existiera, se pincharía gradualmente. Si hubiésemos prestado algo más de atención a lo que sucedía y  a las metáforas que se utilizaban nos hubiésemos dado cuenta de que no hay manera de que se pinche gradualmente una burbuja.  
Pero necesitábamos imaginar que las cosas eran sólidas y podían ser tocadas y abarcadas sin desaparecer entre las manos, y que pisábamos la tierra firme. (...) Ahora nos damos cuenta de que había una especie de velo que impedía ver la realidad inmediata y presente, pero quizá eso sea propio de cualquier época en la que se vive en el interior de una burbuja económica. El dinero que llega no se sabe de dónde y se multiplica sin aparente esfuerzo y está disponible para ser gastado sin límite y por más que se gaste nunca se acaba, produce el efecto euforizante de la cocaina; como el oro y la plata llegando sin tasa de las indias en el siglo XVII. 
(...) Todo lo que era sólido se desvanece en el aire. Lo que recordamos es como si no hubiera existido. Lo que ahora nos parece retrospectívamente tan claro era invisible mientras sucedía. (...) Se podía ser cualquier cosa menos aguafiestas. Se era aguafiestas por cualquier motivo, todos imperdonables: por criticar los despliegues de gastos o por no mostrar el suficiente entusiasmo. Se era aguafiestas por indignarse contra la grosería de la televisión basura, incluso por hablar de televisión basura, por denunciar el efecto degradante que esa televisión ha tenido y sigue teniendo la vida española. Se era aguafiestas sin remisión si no se apoyaba la libertad de horario de los bares o se sugería el contrapunto de responsabilidad personal y sentido del deber que se corresponde con cualquier derecho en la sociedad democrática: el deber de estudiar para quien disfruta de la enseñanza pública, la responsabilidad de los padres en la educación de sus hijos, la de cualquier usuario de un servicio costeado por todos, la limpieza de las calles, la asistencia sanitaria, el transporte público. 
(...) "El lenguaje político -dice Orwell- está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdades y que sea respetable el crímen". Despinfarradores y ladrones vuelven a ser aclamados y elegidos por la misma ciudadanía a la que lleva decenios estafando. Al salir de los juzgados, los mayores sinvergüenzas de la vida pública se sumergen en una multitud de seguidores. Si vuelven a presentarse a unas elecciones volverán a ganarlas. Que los de fuera o los del otro bando se hayan atrevido a procesarlos o a encontrarlos culpables es una prueba de que son inocentes. Pedir responsabilidades a un individuo es insultar a una patria. Envuelto en la oportuna bandera un delincuente es un héroe. Además de la ventaja de la probable impunidad se obtiene el lujo de perpetuar el agravio, y por lo tanto el victimismo y la queja. Mientras los consejales de Cultura costeaban danzas folclóricas y fiestas bárbaras para el jolgorio de los borrachos, los de urbanismo recalificaban terrenos y escondían debajo del colchón los fajos de billetes de quinientos euros con que los constructores afines les pagaban los favores. Cualquiera que se atreviese a poner alguna objeción, porque las nuevas urbanizaciones eran ilegales o porque arrasaban espacios naturales protegidos, corría el peligro de ser linchado por una ciudadanía agradecida a sus benefactores. 
(...) Eligieron fomentar la pertenencia ciega y no la ciudananía electíva, la mitología y no el conocimiento histórico, el nacisirmo quejumbroso y necesitado siempre de halago y no de responsabilidad, el clientelismo y no la soberanía cívica, la grosería disfrazada de autenticidad y no la educación, la imagen y no la sustancia. Pasaron de las consignas ideológicas a los eslóganes de la publicidad electoral sin detenerse nunca en el libre pensamiento. Les fué mucho más cómodo y rentable alentar la fiesta que el esfuerzo, el espejismo que la realidad, el gran espectáculo de un día que el trabajo prolongado a lo largo del tiempo. Dejar que se degradara la educación o fomentar abiertamente la ignorancia les permitía difundir mentiras y leyendas.(...)  El sectarismo les aseguraba lealtades y adhesiones mucho más firmes que el asentimiento racional. El sectarismo político les ofrecía una división del mundo tan radical como las fronteras territoriales de sus identitades. Se trataba, se trata todavía , de ser de una raza o una tierra originaria, de ser de izquierdas o ser de derechas, con la misma furia con la que se era católico o protestante en las querras de religión del siglo XVI, tan íntegramente como se era cristiano viejo o hidalgo en la España de la Contrarreforma y de la limpieza de sangre. 
(...) Como la creencia es una variante de la religión cualquier cambio equivale a una apostasía, y cualquier muestra de templanza a una traición. La templanza es tibieza; el término medio equidistancia y cobardía. Y también en ese terreno queda anulado el debate. Cualquier crítica que venga de alguien que está en el otro lado o que parece sospechoso de cercanía hacia él no merece ningún crédito. (...) En el periodismo los hechos en sí son mucho menos relevantes que las opiniones, las cuales suelen corresponderse meticulosamente a las directrices de los partidos políticos. Llegar a un mínimo acuerdo operativo sobre la naturaleza de la realidad es tan imposible como encontrar posibilidades de colaboración para corregirla o mejorarla. (...) Cuentan a su favor con la falta de hábitos de deliberación democrática en la ciudadanía, y con la tradición de intransigencia de un país sometido durante siglos a la grutalidad política y al oscurantismo religioso. Cuentan con los incondicionales del sectarismo y el clientelismo, del arrimo ciego a lo que se designa como propio, sea una aldea o una ciudad o un territorio enaltecido como patria. 
(...) En treinta y tantos años de democracia de después de casi cuarenta años de dictadura no se ha hecho ninguna pedagogía democrática. La única manera de predicar la democracia es con el ejemplo, pero en España la mayoría de sus dirigentes políticos y sus propagandistas han predicado la greña, la violencia verbal, la irresponsabilidad personal y colectiva, el halago, la indulgencia hacia el robo, el victimismo, el narcisirmo, la paletería satisfecha, el odio, la grosería populista, el desprecio a las leyes. Han incumplido normas legales que ellos mismos aprobaban. Han declarado intocable un paisaje natural y a continuación no han hecho nada por impedir que un especulador inmobiliario protegido por ellos talara miles de árboles o desecara un humedad para conseguir viviendas de lujo y campos de golf. (...) Si una sentencia judicial no les ha favorecido han negado la legitimidad de los tribunales. Si una investigación policial ha dañado sus intereses o no ha dado los resultados que ellos deseaban han procurado desacreditar a la policía y en cuanto han recobrado el poder han castigado a quienes por cumplir con su deber profesional los incomodaban. Pero no habrían tenido tanto éxito en esa tarea si no hubieran contado con tantos cómplices  entre la clase periodística e intelectual que es la parte más visible de la opinión pública. 
(...) No todo es responsabilidad de la clase política. Que cada palo aguante su vela. Ellos han desmantelado la legalidad o la han ignorado para perseguir proyectos fantásticos y en un cierto número de casos además para robar y para favorecer a los ladrones; pero no habrían ido tan lejos sin la indiferencia, la claudicación o incluso la adhesión de sectores amplios de la ciudadanía, y menos aún sin la mezcla de negligencia profesional, militancia sectaria y disposición cortesana de una parte de los medios informativos. (...) el pánico español a distinguirse de lo mayoritario y a no contar con el cobijo del grupo, que es una de las razones de nuestra hipocresía civil. Periodistas y políticos llevan demasiado tiempo en España enredados en un parasitismo mútuo. Políticos campechanos participan en las tertulias innumerables que han colonizado los espacios que en otro tiempo pertenecieron a la información. 

(...)  Está bien visto agredir al contrario: alzar la voz más alto que nadie en el bramido común, en el caldo espeso de la fraternidad partidista, identitaria o tribal, que nunca se fortalezca más que en el impulso de embestir. El eje de la vida política española no es el debate educado en las formas y riguroso en las ideas, sino el mítin político, en que las formas son ásperas y brutales y las ideas no existen, o quedan reducidas a consignas o exabruptos, y el adversario al guiñapo de una caricatura. Entre unos y otros han reducido la libertad de expresión en un intercambio de improperios. (...) Es muy difícil llevar la contraria en España. Llevar la contraria no a los del partido o a los del bando contrario, sino a los que parecería que están en el lado de uno; llevar la contraria sin mirar a un lado y a otro antes de abrir la boca para asegurarse de que se cuenta con el apoyo de los que saben o creen que uno está a su favor, llevar la contraria a solas, a cuerpo limpio, diciendo educadamente lo que uno piensa que debe decir, lo que le apetece decir, lo que le parece indigno callar, sabiendo que se arriesga no a la reprobación segura de quienes no comparten sus ideas, sino el rechazo ofendido de los que lo consideraban uno de los suyos. (...) Es muy difícil no pertenecer a un grupo, a una tribu, a una patria, a lo que sea, con tal de que sea seguro y colectivo, de que ofrezca una protección incondicional, si bien al precio de abdicar del derecho al libre pensamiento: a cambiar de opinión, a no ajustarse a lo que se exige o se espera o se da por supuesto de uno, a no aprobar a todas y cada una de las cosas que hacen aquellos quede los que uno mismo se siente más cerca, a los que uno ha defendido, los que sin embargo no aceptarán que se aparte ni un milímetro de la ortodoxia que ellos mismos marcan. 
(...) Con frecuencia me ha entristecido volver, y me he marchado con alivio: de mi ciudad natal, de mi país. Ya se que es  un sacrilegio decirlo.  He querido estar lejos, poner tierra de por medio para escaparme de lo que me agobiaba o me indignaba o me daba miedo. No creo que las personas tengan que estar atadas a sus territorios de origen. Hay quien desea quedarse igual que hay quien desea irse y las dos actitudes merecen respeto. Al que quiera quedarse es delito expulsarlo, o hacerle la vida difícil que no le quede más remedio que intentar el destierro. Al que quiere irse no es lícito cerrarle la frontera ni llamarle desertor. En España se ha alimentado a conciencia el sedentarismo satisfecho. Quedarse en la tierra era mantenerse fiel a las raíces. Irse tiene algo de traición. En otro tiempo era respetable la idea de irse para hacerse una nueva vida, para buscar fortuna, para ver mundo, para adquirir esa libertad que sólo se disfruta entre desconocidos. Ahora que el orgullo de lo originario se ha convertido en una ideología unánime salir fuera sirve sobre todo para confirmar la superioridad de lo propio. El que se ha ido y no regresa de inmediato se vuelve rápidamente sospechoso de arrogancia. Cuando vuelve  le dicen , como se suele decir tantas veces en España, 'como se vive aquí no se vive en ninguna parte', habrá de tener cuidado en argumentar que hay muchas otras partes en las que también se vive así de bien, o incluso mejor, y que comparar unos lugares con otros es una forma útil de celebrar valores como de advertir deficiencias. 

(...) Volví por última vez a principios del verano del 2012. Todo lo que era sólido ya se estaba disolviendo en el aire. La Europa que imaginábamos firme y bien armada y hasta aburrida en la somnolencia de la prosperidad y del bienestar resultaba tan fácil de desmoronar como un castillo de arena. Para bien o para mal lo que parecía más sólido deja de existir. No está el mañana ni el ayer escrito, dice el poema de Antonio Machado. Los que nacimos en un mundo y nos hicimos adultos en otro sabemos, porque lo hemos experimentado en nuestras propias vidas, que no hay destinos fijados de antemano. Nacimos en un país aislado y rural en el que más de veinte años después del final de la guerra aún duraba la postguerra y nos hicimos plenamente adultos en otro que ya pertenecía al primer mundo y que estaba a punto de integrarse en la Unión Europea. En mi adolescencia cuadrillas de jornaleros con camisas blancas segaban el trigo con hoces igual que en la Edad Media. (...) Los que conocimos el mundo anterior tenemos la obligación de contar cómo era: no sólo para que se nos admire o se nos compadezca por las escaseces que sufrimos, sino para que los que han venido después y lo han dado todo por supuesto sepan que no existió siempre, que costó mucho crearlo, que perderlo puede ser infinitamente más fácil que ganarlo. Y que si nos importa de verdad tenemos que comprometernos para defenderlo y mantenerlo.

(...) Lo que no existía y casi no se imaginaba puede hacerse real. Lo que hoy es más indiscutible y más sólido y nos importa más, mañana puede haberse desmoronado o puede haber sucumbido a un desguace motivado por intereses económicos o designios políticos, o simplemente porque no hubo un número suficiente de personas capaces que tuvieran el coraje de defenderlo. (...) Construir algo valioso, una mesa, un edificio, un sistema sanitario, una democracia, cuesta mucho esfuerzo, mucho tiempo, mucho talento, mucha paciencia; incluso puede resultar tedioso, y además ingrato para quienes hacen el esfuerzo y rara vez reciben una recompensa a la altura de lo que merecían. Destruir es rápido y no cuesta prácticamente nada. Una secuoya tarda milenios en crecer y puede ser talada con sierras eléctricas en pocas horas. Un bosque centenario no tiene ninguna defensa contra la gasolina de un pirómano, contra la inconsciencia de un imbécil que decide cocinar una  paella al aire libre en un día de viento. La gran cultura burguesa y judía que se había ido creando en el corazón de Europa desde la Ilustración fue arrasada por los nazis y por sus aliados en el curso de unos pocos años.

(...) Lo inaudito puede siempre suceder. Lo que parecía inimaginable porque era infernal se convierte en cotidiano. De un día para otro un país civilizado y desarrollado puede hundirse en la barbarie. Nadie creía a mediados de enero de 1933 que en un par de semanas Hitler pudiera ser nombrado canciller de Alemania ni que tan sólo unos meses más tarde los nazis fueran a ostentar el poder  absoluto. (...) No estamos condenados a lo peor, ni el pasado nos ata a un porvenir inevitable, pero tampoco hay ninguna garantía de que durará lo bueno que hemos logrado, o de que no se volverá insufrible lo que por ahora toleramos sin mucha dificultad, o de que no añoraremos lo que por haber formado parte de la vida diaria nos resultaba indiferente, y hasta invisible. (...) En el momento en que por desgana o por cobardía o por comodidad o por negligencia la libertad de expresión deja de ejercerse, ya se ha empezado a perder. Si se descuida o se debilita el imperio de la ley vendrán las mafias y las patrullas de vigilantes armados a invadir el territorio de la vida civil. Si el estado democrático renuncia al sostenimiento de la legalidad igualadoras, los débiles se quedan a merced de los fuertes, y los bárbaros o los brutos o los corruptos prevalecen sobre las personas honradas, las personas que por ser pacíficas carecen de recursos o de agresividad para defenderse por su cuenta. Cuando el debate degenera en griterío las voces templadas son las primeras en dejar de escucharse: primero porque las tapa el volumen de los que hablan a gritos; después porque desisten; en el último caso, porque las silencian mediante el anatema y la censura.                                                                                                                                                                  
(...) Todo lo que no se transmite a conciencia se pierde en el paso de una generación a otra. Lo que existió durante siglos desaparece en el curso de unos pocos años. Todo cambia muy rápido y muy poco tiempo después ya nadie recuerda cómo eran antes las cosas, y por lo tanto cree que han sido siempre así y que por sí solas se mantendrán invariables. Lo que ha sido parte de la conciencia común deja de existir y se convierte en referencias crípticas que nadie descifra. (...) Esta bien haber nacido en libertad y disfrutar de ella como un hábito indiscutible, como la salud o el aire. Pero la salud se pierde en cuanto se descuida o en cuanto sobreviene sin aviso una enfermedad y la respiración se vuelve un lujo para el asmático, y ni el aire ni el agua son dones incondicionales o ilimitados. No hay más que un paso del hábito a la inconsciencia, de la inconsciencia al desdén. En un plazo prodigiosamente breve los españoles pasamos de la dictadura a la democracia, de la pobreza a la abundancia, del aislamiento a los viajes internacionales. Quien pasó penurias para estudiar en la universidad, malviviendo en pensiones, alimentándose en comedores baratos, ahorrando al máximo para que la pobre asignación de una beca le durara todo un curso, cuando ha tenido hijos les ha dado una vida mejor de lo que él imaginó nunca y sin embargo muchas veces no se ha molestado en inculcarles el sentido de la responsabilidad ni el amor por el estudio

(...) De la necesidad de aprovecharlo todo se pasó en muchos casos a la costumbre caprichosa de desperdiciarlo todo. 
Personas que fueron criadas en la escasez y en la penitencia del trabajo han criado a sus hijos en el despilfarro. La misma generación que creció sin derechos quiso inventar un mundo en el que no parecían existir los deberes. De niños vivimos bajo un tirano decrépito y en un país gobernados por viejos; al hacerse mayores muchos de nosotros se han empeñado en prolongar una ficticia juventud y en halagar a los jóvenes en vez de ejercer con ellos la responsabilidad de ser adultos, la obligación de educar. Igual que se puso de moda ser al menos tan nacionalista como los nacionalistas también hubo que ser más joven como los jóvenes, y que imitar ridículamente las jergas juveniles para fingir que se estaba al día, que no se era un anticuado aguafiestas. 

(...) Nada importó demasiado mientras había dinero. Podíamos estar gobernados por incompetentes o por ladrones o por ignorantes, o por gente que reunía las tres cualidades a la vez: por mal que lo hicieran la economía prosperaba empujada por el doble espejismo del dinero barato y de la burbuja inmobiliaria; por mucho que robaran y por muchos parásitos a los que les permitieran chupar de la administración habia tanto dinero que seguía sobrando para casi todo. (...) No importaba destruir una playa virgen para levantar un hotel o una urbanización de lujo. No importaba la escasez inmemorial del agua para construir campos de golf. Nada importaba y nada parecía tener consecuencias. Quien iba a temer el castigo por una infracción urbanística si los responsables de vigilar el cumplimiento de las leyes eran los primeros que se las saltaban. (...) Fluía el dinero de los fondos europeos tan milagrosamente como unos siglos atrás el oro y la plata de las Indias. Por un segundo regalo de la Providencia nosotros lo que nos correspondía era gastarlo, y gastarlo sobre todo en lujos bien visibles, exáctamente igual que entonces, y en el mantenimiento de la Corte de de los Milagros de todos los aprovechados y los saqueadores de  la política.

(...) Nada importaba. La capiralidad de la corrupción puede infectar de cinismo a una sociedad entera: en cada ámbito de lo privado y lo público, cada corruptela agregando sus dosis de toxicidad a la atmósfera viciada que respira por igual todo el mundo, cada claudicación menor favoreciendo las de gran escala. Para obtener lo mismo una cátedra universitaria que un puesto de conserje no había que estar preparado, sino tener mejores conexiones. No hacía falta estudiar para aprobar un curso. La propia clase política y las celebridades de la televisión y los especuladores con éxito daban ejemplo: sin saber nada, incluso haciendo exhibición de la desvergüenza y la grosería, se puede uno hacer rico o famoso o escalar los puestos más altos del gobierno. Ni siquiera había que terminar la educación obligatoria; quien necesitaba un título de bachiller si se podía ganar más dinero en cualquier profesor trabajando como peón de arbañil; o como camarero ni siquiera hace falta aprender idiomas para entenderse con los turistas cuando ellos vienen por sí solos y a millones.

(...) En los últimos años me ha sorprendido que pudiera durar tanto el delirio. Me he sentido algunas veces como un peregrino en su patria, un forastero en su país. Amigos americanos que conocen España con ese amor entregado y lúcido que tal vez da sólo la extranjería me contaban una sensación semejante. Porque nos veían desde fuera pero también con cercanía, ellos han estado mejor situados que nosotros para calibrar lo que hemos ganado y lo que hemos perdido. Era un país, dicen, de gente pobre y bien educada, sumamente digna, con unas formas de cordialidad y cortesía que llamaban más la atención entre gente humilde. Nos han visto volvernos ricos, gritones y groseros. Y han visto con qué indiferencia general se ha recibido la destrucción de los paisajes naturales y de los pueblos, con qué descuido se arrasaba o se abandonaba lo admirable para sustituirlo con lo lujoso y vulgar.

(...) No está el mañana ni el ayer escrito. El fatalismo de que nada podrá arreglarse es tan infundado como el el optimismo de que las cosas buenas, porque parecen sólidas, vayan necesariamente a durar. Ningún futurólogo sabe nada del futuro. El punto en el que ya no hay vuelta atrás llega de pronto sin aviso. La seguridad de un barrio se deteriora imperceptiblemente, con delitos esporádicos, y de pronto, hay un día en el que las calles se han vuelto invivibles. La tensión política se agrava y cuando todo el mundo más o menos se había acostumbrado a una atmósfera de enfrentamiento verbal y violencia episódica, un sólo hecho lo trastorna todo y ha estallado un conflicto civil. (...) Hay que tener cuidado con aceptar distraídamente la normalidad porque puede que se descubra restrospectívamente que era una normalidad monstruosa. Lo que es impensable se vuelve común ; lo que es tan común que nadie se fija, un poco después se ha vuelto inaceptable.

(...) Nada es para siempre. Como ahora todo se ha vuelto incierto nos cuesta creer que el espejismo de la seguridad haya durado tanto. Durante los años de delirio pensaba que cuando llegara el forzoso despertar haría falta saber distinguir entre lo imprescindible y lo superfluo. (...) Hay lujos que ya no podemos permitirles. Durante demasiados años tendremos que seguir pagando las deudas que ellos contrajeron para costear esos delirios que siempre eran delirios de grandeza. Lo que se tiró en lo superfluo ahora nos falta en lo imprescindible.  Ahora despertamos a la fuerza, y descubrimos algo que se nos había olvidado. Somos pobres. Vamos a serlo más todavía y durante mucho tiempo. Éramos nuevos ricos y ahora resulta que somos nuevos pobres. No estamos en aquella Champions League que tanto el presidente Zapatero, ni en aquella mesa de los grandes poderes en la que el presidente Aznar se creyó que era un invitado y resultó que sólo era un comparsa. Somos pobres y estamos cargados de deudas.

(...) No son muchos los derechos irrenunciables de verdad, los demasiados valiosos como para dejarlos a merced de la codicia de los intereses privados o de las banderías políticas: la educación, la salud, la seguridad jurídica que ampara el ejercicio de las libertades y de la iniciativa personal. En la mayor parte del mundo esos derechos no existen. Incluso en Europa son bastante recientes. En nuestro país nos hemos acostumbrado tanto a ellos como si los hubiéramos tenido siempre, pero son tan nuevos que las personas de mi generación nos acordamos bien de carecer de ellos. Hasta lo que parece más natural es un privilegio inaudito: salir tranquilamente a la calle de día o de noche, sin miedo a ser secuestrado, asaltado, asesinado; o el derecho a poner un negocio con arreglo a normas claras y seguras sin que lo incendie un competidor o lo incaute alguien del gobierno, o sin que la policía lo someta a extorsión, o a ponerse en huelga para defender  una mejora laboral, o protestar por un abuso o a dar por supuesto que un policía puede ayudarlo a uno y no atracarlo o pedirle dinero.

(...) Basta hablar con un amigo colombiano o venezolano para intuir lo que significa no poder salir a la calle; caminar con él por Madrid o Nueva York y ver cómo se asombra de que no haya peligro, peligro crudo de morir. Todo eso nos parece muy sólido. No porque lo sea, sino porque siempre o durante mucho tiempo lo hemos visto así, y nuestra imaginación es muy limitada. Imaginamos si acaso un deterioro gradual, o pasajero, pero no un derrumbe definitivo. Pero las cosas  se deterioran poco a poco y de pronto, en vez de continuar en ese estado que se ha vuelto tolerable se hunden del todo, sin transición, sin aviso, como se hunde una casa que parecía detenida en una lenta ruina, como se derrumba un caballo reventado de cansancio. No se puede seguir reduciendo indefinidamente el presupuesto de justicia o de la educación, la paga de los policías, la dotación de los servicios de incendios, el número de camas o de turnos de médicos o de quirófanos en un hospital. Pasado un cierto punto ocurre el desastre y el deterioro deja de ser reversibles: muere un enfermo porque le retrasaron demasiado una operación, los policías están tan desmotivados o necesitados que se venden a la mafia, el fuego estalla y devora un bosque sin que nadie lo detenga, la escuela se vuelve inhabitable y sólo quedan en ella los niños a los que sus padres no pueden costear un colegio privado.
(...) Nada está a salvo. Nada valioso puede descuidarse ni durante un minuto. Los estudiosos del urbanismo se asombran ante lo fácilmente que se degradan las ciudades en cuanto hay un contratiempo económico o fallan los servicios públicos. Un barrio apacible en el que los vecinos se conocen de siempre y los niños van solos a la escuela y juegan en la calle puede convertirse en un campo de batalla entre bandas y en un foco desolado de tráfico de drogas. Una sociedad que parecía civilizada de disgrega en una barbarie de una guerra civil. Para que una ciudad funcione aceptablemente hace falta el acuerdo implícito y contínuo de miles o incluso de miles de personas; para que se convierta en un infierno sólo son necesarios unos pocos canallas, ni siquiera valerosos ni inteligentes, tan sólo lo bastante lerdos como para dejarse intoxicar por una ideología mesiánica y lo bastante afortunados como para llevar a cabo un tosco plan de destrucción.
(...) Hemos vivido descuidados de los actos y enfermos de palabras, más atentos a su sonido que a su correspondencia con la realidad, lo cual quizás es propio de un país dominado durante siglos por teólogos, predicadores, leguleyos, y damagogos, por oradores que hechizaban con torrentes de palabrería, por histriones subidos en púlpitos de iglesia, en mesas de conferencias, en tablados de mítines. Las palabras han alimentado el delirio, y al mismo tiempo, bajo su cacofonía, la realidad de lo que estaba sucediendo: el robo generalizado, el ensanchamiento de la brecha entre los pobres y los ricos, entre los beneficiarios de una educación de calidad y los destinados a la ignorancia y el atraso.

(...) Yo querría que mis hijos y las personas que ellos amen no vivan peor de lo que he vivido yo, no tengan menos oportunidades, no respiren un aire más envenenado, no tengan que trabajar como esclavos ni que competir sin compasión, ni que protegerse detrás de puertas brindadas y de altos muros de cemento, ni que vivir angustiados por el miedo a una enfermedad de la que no puedan curarse ni a tratamientos médicos que no puedan pagar. Me gustaría que pudieran seguir moviéndose por Europa sin ser detenidos en las fronteras ni que sufrir la angustia de los pasaportes y los visados; que no tengan que jurar lealtad a ningún tirano ni que alamar en medio de la multitud a ningún demagogo, ni que esconder sus pensamientos, ni que decir lo que no piensan.

(...) La economía está desmoronándose y sin embargo no cesa el antiguo hábito español de vivir fuera de la realidad,
de inventar discordias políticas para no mirarla de frente. Hemos mirado con demasiado tolerancia o demasiado distraídamente la incompetencia y la corrupción. Ha terminado el simulacro. Que la clase política española quiera seguir viviendo en él es una estafa que ya no podemos permitirles, que no podemos permitirnos. Hace falta una serena rebelión cívica que a la manera del movimiento americano por los derechos civiles utilize con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política. 
(...) Cada uno, casi en cada momento, tiene la potestad de hacer algo bien o de hacerlo mal, de ser grosero o mal educado,  de tirar al suelo una bolsa estrujada o una botella o una lata de refresco o depositarla en un cubo de basura, de dar un grito o de bajar la voz, de encolerizarse por una crítica o detenerse a comprobar si es justa. Durante demasiado tiempo, en los años del delirio, cualquier apelación a la virtud cívica o a los valores morales sonaba a antigualla reaccionario y provocaba el escarnio. Cada acto humano provoca consecuencias, desata cadenas de otros actos que pueden hacer daño o beneficiar a las personas concretas.

(...) Dice Antonio Machado: Qué difícil es, cuando todo baja, no bajar también. En un ambiente donde la corrupción es normal es más fácil ser corrupto, y donde no reina la exigencia ni se reconoce el esfuerzo, costará mucho más que alguien dé lo mejor de sí, o incluso que descubra sus mejores cualidades. Pero lo contrario también es cierto, y la excelencia puede ser emulada igual que la mediocridad, y la buena educación se contagia igual que la grosería. Por eso importa tanto lo que uno hace en el ámbito de su propia vida, en la zona de irradiación directa de su comportamiento, no en el mundo gaseoso y fácilmente embustero de la palabrería. 

Que cada uno haga su trabajo, decía Camus. Que cada uno decida ser un ciudadano adulto en vez de un hooligan o un siervo del líder  o un niño grande y caprichoso, o un adolescente enclaustrado en su narcisismo. El estudiante que estudie, y si no quere que aprenda un buen oficio. El profesor que enseñe; el padre y la madre, que sean padre y madre y no aspirantes a colegas o halagadores permanentes de sus niños. Ya no podemos permitirnos el lujo de hacerles creer que el mundo es una guardería, o un parque de atracciones: es muy probable que vayan a tener vidas más difíciles que las nuestras , y necesitarán mucha preparación y mucho temple moral para salir adelante."

* Pasajes entresacados de Todo Lo Que Era Sólido de Antonio Muñoz Molina